Del esmalte dental al hígado: el daño que provoca el exceso de azúcar en todo el cuerpo
El consumo excesivo de azúcar añadido afecta múltiples órganos: debilita el esmalte dental, altera la flora intestinal, sobrecarga el páncreas y genera grasa en el hígado. También incrementa el riesgo de obesidad abdominal y ataques de gota. Especialistas advierten sobre la necesidad de reducir su presencia en la dieta diaria.
Aunque su sabor es irresistible, el consumo frecuente de azúcar añadido está asociado con daños progresivos en órganos vitales. De la boca al intestino, del hígado al páncreas, su presencia en la dieta moderna se vincula con un deterioro silencioso que afecta millones de personas en el mundo.
De la caries al hígado graso: una cadena de efectos perjudiciales
Durante siglos, los azúcares naturales presentes en frutas y vegetales acompañaron la evolución humana como fuente de energía. Pero el escenario actual dista mucho de aquel origen: la industrialización de la alimentación disparó el consumo de azúcar añadido a niveles para los que el organismo no está preparado. Hoy, la mayoría de la población mundial incorpora a diario dosis que exceden lo recomendado por organismos como la FDA o la Mayo Clinic, y los efectos negativos se multiplican.
Uno de los primeros sistemas afectados es el bucal. Las bacterias presentes en la saliva convierten los azúcares en ácidos que debilitan el esmalte dental, lo que favorece la aparición de caries. El riesgo aumenta cuando el consumo es constante a lo largo del día, ya que la saliva no logra neutralizar la acidez. Este deterioro no solo es común en niños, sino también en adultos, y complica los mecanismos naturales de defensa de la cavidad bucal.
Más abajo, en el intestino, los problemas continúan. Mientras la glucosa se absorbe con rapidez, la fructosa —presente en jarabes, jugos concentrados y alimentos procesados— puede quedar retenida, fermentarse por acción bacteriana y provocar gases, dolor e inflamación. Esta alteración impacta sobre la microbiota intestinal, un ecosistema delicado que, cuando se desequilibra, favorece trastornos como el síndrome de intestino irritable.
El azúcar también sobrecarga al páncreas, que debe liberar grandes cantidades de insulina para controlar la glucosa en sangre. Con el tiempo, las células pierden sensibilidad a esa hormona y el órgano se desgasta, allanando el camino hacia la diabetes tipo 2. Este proceso se ve reforzado por el exceso calórico de las bebidas azucaradas, que no generan saciedad y contribuyen al aumento de grasa visceral, con implicancias en el corazón y el sistema circulatorio.
En el hígado, la situación no es menos grave. La fructosa que no se utiliza como energía se transforma en grasa, lo que puede derivar en MASLD, una enfermedad hepática silenciosa y de evolución lenta. Afecta incluso a personas que no consumen alcohol, y ya es una de las principales causas de trasplante hepático en países desarrollados.
Finalmente, las articulaciones también se ven comprometidas. La metabolización de la fructosa genera ácido úrico, que si se acumula en exceso puede cristalizarse y provocar ataques de gota, una forma dolorosa de artritis. Esta condición, aunque menos difundida que otras, también está relacionada con los hábitos alimentarios actuales.
Las autoridades sanitarias recomiendan limitar el azúcar añadido a no más del 10 % de las calorías diarias. No obstante, estudios recientes muestran que en muchos países el consumo real duplica esa cifra. La diferencia no solo proviene de dulces evidentes, sino también de productos cotidianos como panes, yogures o aderezos que esconden azúcares entre sus ingredientes.
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